La mañana comenzó con un montón de jubiladas y jubilados, que se habían tirado encima todo el guardarropa, con exceso de peso distribuido entre equipaje y maquillaje, que se disponían a ir de recorrido al monumento a la bandera (la de ellos) que se representa en forma de Bingo. Estaban ansiosos, hablaban sin parar, haciendo chistes subidos de tono -gran parte de ellos fueron promovidos por mi progenitora- que mi mente prefiere olvidar y tan eufóricos que me permití asociarlo a un recuerdo…
Una parte de mi sociabilización se desarrollo en una institución privada, religiosa y exclusivamente de mujeres. Corría 1995, último año de secundaria, y el día esperado del viaje a Bariloche había llegado. Si bien para ese entonces, yo ya tenía varios kilómetros y había acumulado algunas millas de viaje, este no representaba lo mismo ni para las futuras egresadas ni para mí y mucho menos para los padres que se despedían de sus queridas hijas…
Y ahí estaba yo, saludando a mi mamá, que se iba a “su viaje de egresados” tal como lo hizo ella junto a mi padre cuando fui yo la que se fue.
Creo que la escena hubiera sido completa si los jubilados del otro centro, a los que fueron a buscar primero, hubieran hecho flamear una bandera igual a la que confeccionaron los chicos del colegio industrial con los que tuvimos el “privilegio” de ir a Bariloche y a los que, también habían ido a buscar primero…
Una bandera como esa que agitaron los pibes del Huergo, ante la mirada atónita de los padres de las princesas del Cristo y a la que decoraron con el dibujo de un pene...
Estoy segura que más de uno, no solo despidió a sus pequeñitas sino le dicho “chau” a la virginidad de algunas de ellas…